“Sur”, de Homero Manzi y Aníbal Troilo (1948)
Termina hoy, por fin, la extensa serie “Tango/Drama”, en la
que alterné tangos de ley con temas en inglés que tienen, tal vez, un aire de
tango, aunque solo sople en mi cabeza. Todas fueron, de alguna manera, canciones
de amor sufriente; aunque lo más correcto sería decir que todos fueron, con
seguridad, temas sobre el tiempo, sobre la tremenda e insuperable barrera que
nos separa de lo que ya fue (tanto si pasó veinte años atrás como si ocurrió
hace tres segundos). Y el tango de hoy, de alguna manera, también se siente
como una canción de amor, aunque es, principalmente, un himno a la nostalgia:
la más perfecta canción de nostalgia que se haya escrito jamás (por supuesto,
esto que digo es muy discutible, pero como mis lectores, no sé por qué, suelen
ser ahorrativos en el esfuerzo (por no decir holgazanes), anticipo que no
escucharé muchas protestas).
Para terminar, entonces, uno de los tangos más famosos, de
dos de los mayores próceres del género, que eran además muy amigos entre ellos:
el genial bandoneonista y compositor Aníbal Troilo (Pichuco, para los amigos),
y el increíble poeta Homero Manzi, que, al menos por estos lares, tiene un club
de fans que envidiaría Justin Biever (y eso que Homero le da el changüí de
haber muerto hace más de cincuenta años).
(En las imágenes: Aníbal Troilo primero, Homero Manzi después. Más abajo, Troilo con Goyeneche.)
Me dijo una amiga que Manzi llegó a juntar más de cincuenta
versiones de la letra de este tango, a medida que corregía un verso, cambiaba una
palabra, retocaba una idea. Cincuenta versiones, para un poema de cien
palabras. Y lo creo, porque el autor logró a la vez profundidad y síntesis,
vuelo y justeza: cada palabra parece insustituible, cada imagen dice montón de
cosas con un puñadito mínimo de sílabas.
Esto que digo puede parecer
chupamedismo, pero les juro que es así. Por dar solo un mínimo ejemplo, Homero menciona
como al pasar “una luz de almacén”, y con eso solo ya nos da a entender (sin
necesidad de mencionarlo), que es de noche, que el lugar que describe está en
un suburbio despoblado y cuasi desierto (donde hay una sola luz, un solo
comercio), y hasta le alcanza con calificar esa luz: una luz amarillo-anaranjada,
no muy brillante, tentativa, interior, de almacén de barrio (no es un reflector
de shopping, digamos). Lo único que no me convence de la letra es la rima entre
“estrellas” y “querellas”. Tal vez si Manzi hubiera hecho diez o veinte
versiones más del poema, encontraba una palabra mejor que “querellas”, para ese
verso. Pero lo perdono.
Otro ejemplo notable de la genialidad de HM es el primer
verso del estribillo: “Sur, paredón y después”. Tal vez sea mi verso de tango
favorito. Un poeta puede armar muy buenos versos (escuchen en el link de abajo,
por ejemplo, la letra de “El corazón al Sur”, de Eladia Blázquez); pero hay que
ser un poeta-poeta, un genio de verdad, para largar un verso como “Sur, paredón
y después”. “Paredón y después” funciona como una definición del Sur (que es, a
la vez, un lugar físico, el sur de la ciudad de Buenos Aires, y un lugar
mental: el pasado de la juventud); en ese sur hay un paredón y un después.
¿Después qué?, me pregunté durante años: la oración no puede terminar así. ¿Qué
hay después? Nada. La oración se detiene allí, al igual que el pasado. Después
del sur solo hay más sur (el “sur” que inicia el verso siguiente). Entre ese
pasado (tan real que lo llena todo) y este presente inconsistente (que ni vale
la pena mencionar) hay un enorme, infranqueable paredón.
(Esto me recuerda algo que no leí (pero me contaron): el
muro que divide, en los libros de Terramar de Ursula Le Guin, a los vivos y a
los muertos, y que solo se puede visitar en sueños (o al morir). Ese paredón,
al igual que el del tango, divide a fuego las regiones del mundo con una frontera
que está hecha (como en el tango) de un material más duro que el diamante: tiempo.)
A la vez, mientras uno va avanzando por los versos de “Sur”,
se va imaginando con notable exactitud los lugares descriptos: casi como que
uno los va recordando, aunque no haya estado allí. El Sur es un lugar preciso (se
puede, de hecho es sencillo, armar el recorrido que plantea Manzi entre Boedo,
Pompeya, dar nombre a las esquinas y calles que recorre el poema) y es, a la
vez, la patria de la nostalgia, y por lo tanto, puede estar en cualquier sitio.
(Esto me recuerda otra cosa que no leí (pero me contaron):
un cuento de Carlos Schlaen en que un esquimal que asiste, por casualidad, a un
curso de idioma español donde le hacen escuchar el tango “Sur”, llega a la
conclusión que Homero Manzi compuso el poema pensando en Alaska, y tras mucho
buscar, encuentra la esquina precisa en que Manzi compuso el tango “Sur”, allí
en la ciudad de Anchorage.)
“Sur” es, además, el tango de nombre más breve, junto con “Uno”.
Pero como “Uno”, paradójicamente, tiene dos sílabas, considero que “Sur” es más
corto. Esa palabra tan mínima y tan (gracias a la U) oscura en su sonar,
lúgubre, fue excelentemente aprovechada por Troilo en la música: la sílaba “sur”
vibra interminable, como diría Lorca, con el duende de la tierra, oscuro y
amenazador: un lamento que es como una sirena, como un llanto, como una exclamación
de fatal seguridad.
Yo creo que un tango como “Sur” marca, sí o sí, un antes y
un después. Después de “Sur”, tangos como los que se componían y cantaban en
los años 30 solo pueden ser “arena que la vida se llevó”. Y me pregunto qué
hubiera pasado, por ejemplo, si el maldito avión de Gardel hubiera aterrizado y
él hubiera llegado a cantar, quince años después, “Sur”. Con eso solo, Gardel
se hubiera convertido en un cantor diferente (no técnicamente mejor, pero
claramente distinto). Pero bueno, corto acá, no quiero irme por las ramas
(sobre todo, porque me canso).
Si leen primero la letra de “Sur”, antes de escuchar el
tango, podrán detenerse lo suficiente en cada verso para notar cómo se van
acumulando, como gota a gota, imágenes que apelan a todos los sentidos:
imágenes visuales (“tu melena de novia en el recuerdo”, “recostado en la
vidriera y esperandoté”), sonoras (“tu nombre flotando en el adiós”), táctiles
(“tus veinte años temblando de cariño / bajo el beso que entonces te robé”),
olfativas (“un perfume de yuyos y de alfalfa / que me llena de nuevo el corazón”),
y todas esas imágenes, concisas, precisas, van trazando un mapa, una geografía
de la nostalgia, a medida que el cantor camina junto con su joven amada las
calles de ese suburbio desolado pero contenedor, en una noche estrellada que es
como si la estuviera viendo.
Y la canción termina expresando una terrible certeza: que
todo eso que se venía describiendo ya no existe, que “todo ha muerto, ya lo sé”.
Y sin embargo, ese verso final suena a mentira: el Sur, aunque solo persista en el recuerdo, está más vivo que cualquier presente y que cualquier futuro. Nosotros podemos morir, y aun así el Sur seguirá allí, imborrable, recreado, latente.
Porque el Norte es el que ordena y uno apunta al Norte (el
futuro, la intención, el sueño), pero cuando el tiempo entra a tallar con su
baraja fulera, no es que “el Sur también existe”, como proponía modestamente
Benedetti: el Sur (el pasado, la memoria, el amor que nos marcó, lo que somos
por lo que fuimos) es lo único que hay, la sola certeza cardinal que nos
constituye.
Elegí la versión de la orquesta de Pichuco pero no la de
Edmundo Rivero, sino la cantada por Goyeneche. Porque el polaco sabe (como dije
unas semanas atrás) cómo darle a cada sílaba su tono y su peso, y sabe poner el
sur en “sur” y la arena en “arena”. Si no les gusta esta versión, bien podría aplicarles
la frase de Ygritte en Game of Thrones (no lo vi, pero me lo espoilearon): “You
know nothing, Jon Snow”.
Sur
San Juan y Boedo
antiguo y todo el cielo
Pompeya y más allá la
inundación,
tu melena de novia en
el recuerdo
y tu nombre flotando
en el adiós.
La esquina del herrero,
barro y pampa,
tu casa, tu vereda y
el zanjón
y un perfume de yuyos
y de alfalfa
que me llena de nuevo
el corazón.
Sur, paredón y
después.
Sur, una luz de
almacén.
Ya nunca me verás como
me vieras,
recostado en la
vidriera
y esperandoté.
Ya nunca alumbraré con
las estrellas
nuestra marcha sin
querellas
por las noches de
Pompeya.
Las calles y las lunas
suburbanas
y mi amor y tu ventana,
todo ha muerto, ya lo
sé.
San Juan y Boedo
antiguo, cielo perdido,
Pompeya y al llegar al
terraplén
tus veinte años
temblando de cariño
bajo el beso que
entonces te robé.
Nostalgia de las cosas
que han pasado,
arena que la vida se
llevó,
pesadumbre del barrio
que ha cambiado
y amargura del sueño
que murió.
Sur, paredón y
después.
Sur, una luz de
almacén.
Ya nunca me verás como
me vieras,
recostado en la
vidriera
y esperandoté.
Ya nunca alumbraré con
las estrellas
nuestra marcha sin
querellas
por las noches de
Pompeya.
Las calles y las lunas
suburbanas
y mi amor y tu ventana,
todo ha muerto, ya lo
sé.
Bonus track, para que escuchen otro tema sobre la nostalgia
pero con una onda muy distinta (distante) de “Sur”, por más que retome la misma
dirección: “El corazón al sur”, de Eladia Blázquez, por Rubén Juárez:
Y eso es todo. La semana que viene comenzaré la última serie
de la temporada (potencialmente: la última serie de este blog y mi retiro), que de alguna
manera se centrará también en el tiempo, pero en una dirección distinta de la
que vive en el tango.
Mientras sigo buscando la siesta que la vida se llevó, los
saludo hasta el futuro y más allá:
DJ Vago
Excelente el análisis, como siempre, y mejor. Acá está Anchorage al sur, el cuentazo de Carlos Schlaen en homenaje a Manzi, para los lectores que son como yo, nostálgicos y holgazanes. http://planlectura.educ.ar/pdf/literarios/schlaen._pdf.pdf
ResponderEliminaray ...Manzi , mi preferido por sobre todos. Y justo ayer estaba escuchando a Juárez, el tango fue muy injusto con él me parece, es poco recordado, pero son IN CRE I BLES sus versiones, cómo va fraseando entre el bandoneón y la voz !!! Sur y corazón al sur, hermosas, tuve la suerte de cantarlas.
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