“El testament d´Amelia”, anónimo medieval del siglo XIV, interpretado por Joan Manuel Serrat en Cançons tradicionals (1967)
Para los que me mandaron anónimos quejándose de que estaba
poniendo temas demasiado nuevos y comerciales, acá tienen: esta canción tiene
apenas setecientos añitos, y contando. Estuvo primera en los charts europeos
durante 5.249 semanas, y obtuvo 235 discos de lino bordado, cuando los discos
se utilizaban solamente para apoyar las copas encima. Hubiera convertido a su
autor en la gran figura musical de la Alta
Edad Media, pero es un tema anónimo, así que el crédito se lo
llevará, por esta vez, el pueblo catalán y (un poquito) Joan Manuel Serrat, que
a los veintitrés añitos decidió grabar un disco de canciones medievales.
Esta es ocasión inmejorable para que haga una de las cosas
que más me gustan en la vida (solo que pocas veces junto la energía para
hacerlo): hablar de mí mismo.
Porque voy a decirles, si no lo adivinaron ya, que Vago es un apellido catalán, y que mi
nombre, S., fue puesto en honor de
Serrat. Tengo seis hermanas, todas mayores. Soy, por lo tanto, el benjamín de la
familia. El nombre de mi padre es Josep Vagot; cuando nací, mi madre vasca,
Condescendencia Iturraspe, lo instruyó en estos términos: “Ya que no has
parido, al menos ve a anotar al niño en el registro civil”. Eso hizo mi padre,
de mala gana. Es una costumbre familiar de los Vagot nunca pronunciar las
últimas letras (“Nunc pronunciam l´últim letr d´la palabr”, diría meu pare
Josep, a quien todos en casa llamábamos Yusé).
Entonces, el empleado del registro civil anotó lo que escuchó, Vago, y mi padre, aunque detectó el
error, no tuvo ganas de corregirlo. Con el nombre de pila hubo un breve
altercado, porque querían ponerme Serrat,
pero no estaba en la lista de nombres permitidos. El empleado del registro
civil ofreció Serafín y Silverio, pero mi padre no aceptó.
“Póngale S”, dijo, cansado de discutir. “¿S qué?” “S y punto”, respondió mi
padre, y eso hizo el empleado, que bien podría haber sido un familiar lejano. Así
obtuve mi nombre, S.; no hay muchos
nombres con puntuación incluida, así que lo considero casi como un honor,
aunque estoy un poco podrido de que me pregunten, cuando me presento,
“¿Diminutivo de Ezequiel?”.
Pero bueno, basta de mí, que ya me estoy agotando antes de
empezar, y hay mucho para decir sobre el testamento de Amelia. La canción es
lenta (Serrat podría haberla hecho un poquitín más rápido, para mi gusto, pero
es Serrat y no voy a ser yo quien lo critique). La melodía es tristona, pero
muy bella, casi como una canción de cuna . La letra es un romance tradicional,
y al igual que la música, derivó en los últimos setecientos años en muchísimas
versiones diferentes.
Joan Manuel Serrat tomó, para la música, la versión más
famosa, la del insigne guitarrista Miguel Llobet (que tiene una particularidad:
requiere, para su ejecución, que la cuerda más grave de la guitarra se afine un tono más grave, en
re en lugar de en mi).
Serrat armó, con ayuda de Antoni Ros-Marbà y bajo la
dirección artística de Salvador Gratacòs, una versión para orquesta, aunque la
orquestación es tan simplona que bien podría haberse obtenido igual resultado
con un cuarteto de cuerdas, un clarinetista manco y un penderetero suplente.
Para la letra, Joan tomó una decisión absolutamente genial:
de todas las versiones existentes (y les aseguro que son muchas), eligió la más
escueta de todas, la más breve; la que resulta, por lo tanto, más brutal al
llegar a su desenlace.
Porque los medievales vivían, en promedio, exactamente la
mitad que nosotros, habitantes del siglo XXI, así que no tenían ningún tiempo
que perder, y tal vez por eso la letra del tema va al grano y no se detiene en
detalles. Es, en mi humide opinión, la primera canción de género policial de la
historia. Tal vez sea la única, pero confirmarlo me llevaría mucho trabajo, así
que se los dejo a ustedes.
Paso a glosar, entonces, esta historia policial detectivesca
digna de Agatha Christie.
Ya en la primera estrofa, en menos de veinte palabras, Anónimo
plantea casi toda la situación inicial: la princesa Amelia (en algunas
versiones, Mafalda, lo que permite un juego de palabras en el primer verso:
“Mahalta està malalta”) está enferma. No es una princesa cualquiera, sino la
hija del “rey bueno” (posiblemente, alguno de todos los Berengueres que
pulularon durante la medievalidad regional; digamos, por decir, Berenguer III
“El Grande”). A la enferma la van a ver condes y nobles (aunque en otras
versiones se dice que en vez de condes la van a ver metges, médicos). Este es el primer indicio: ¿por qué la va a visitar
tanta gente importante? Pues porque Amelia es huérfana de padre, el “buen rey”
ya murió, y su hermano (que aparecerá más adelante en la historia) no está disponible,
por lo que Amelia es, si no inminente reina (no había mucho cupo femenino, en
la época), al menos potencial madre de reyes futuros. Es una heredera joven,
muy adinerada (como se verá) y está gravemente enferma. En la versión de
Serrat, los médicos ya no van a verla: está, por lo tanto, desahuciada; ya nadie
cree que sane.
Viene el estribillo, tan breve: el corazón se me mustia como un ramo de claveles. ¿Quién es ese
“yo” al que se le estruja el cor? Podría ser Amelia (que se mustia rápidamente),
o podría ser simplemente el cantor, conmovido por la situación de la princesa;
o los dos a la vez (remito a mi reflexión sobre el gato de Schrödinger, en
alguna semana previa que me da fiaca chequear). No se aclara, no hay tiempo que
perder: es la Edad Media ,
loco.
Entra, en la segunda estrofa, un nuevo personaje, que llama
a Amelia “mi hija”: por un momento, pensamos que es el buen rey, pero no,
porque enseguida Amelia le contesta y nos confirma que es la madre. La madre le
pregunta qué mal la aqueja. Amelia le responde crípticamente: “Vos sabés muy
bien, qué mal tengo yo”. Cualquiera que escuche esto se da cuenta, hoy y hace
setecientos años, que Amelia está acusando a la vieja de algo. No sabemos bien
de qué, ni por qué, pero aparentemente la madre tiene cierta responsabilidad en
la enfermedad de su hija, y sabe lo que el resto del mundo parece ignorar: la
naturaleza de dicha enfermedad.
La madre, viéndose acusada, se va por la tangente: “Bueno,
confesate de eso”; es decir, contale a tu cura confesor-confidente esas
sospechas, yo no tengo nada que responder. Y ahora viene el punto: “Y una vez
que estés confesada, harás tu testamento”.
Ajá: con que esas teníamos. Eso quiere la madre: que la hija
haga su testamento. ¿Por qué? Porque quiere ligar algo. Y quiere, sobre todo,
estar presente, saber qué es lo que le va a dejar la hija (la heredera) cuando
muera. No le pone muchas fichas a la curación de la hija. No le levanta el
ánimo, precisamente.
En la cuarta estrofa, y ahorrándonos todas las escenas
intermedias, es Amelia la que habla, y ya está dictando su testamento, que se
extiende hasta la quinta y última estrofa. En algunas variantes del texto,
Amelia detalla a quién dejar sus ricas ropas; pero en todas incluye, en el
testamento, un número escalofriante de propiedades inmuebles. En esta versión
sintética, se da cuenta de siete castillos (siete
es, diría Borges, un atajo del infinito: Amelia es multimillonaria, para la
época). Los siete castillos los reparte entre su Dios, su pueblo y su familia,
mostrando la importancia relativa que da a cada elemento de la tríada: un
castillo a los pobres, dos a la iglesia, y cuatro a su hermano Carlos. Nuevo
enigma: ¿por qué no está presente su hermano, tan querido, y heredero varón del
“buen rey”, por añadidura? En otras versiones del texto se da a entender que
Carlitos está en Francia, prisionero o guerreando; por eso no entra en la tensa
escena del testamento, que transcurre en un ámbito íntimo del que solo
participan, además de Amelia, su madre y los anónimos testigos y el anónimo
escribiente, que ni siquiera se mencionan porque no son esenciales; y, como se
dijo, “¡This is the Middle Age!” (y el embajador cae al pozo ciego).
Llega la última estrofa, el final del testamento, que en
algunas versiones está precedida por la impaciente e interesada pregunta de la
madre: “¿Y a mí, qué me dejás, hija mía?”. Amelia anuncia: “Y a vos, madre, te
dejo a mi marido, para que lo tengas en tu habitación, como desde hace tiempo
hacés”.
¡Chan! Chupaos esa mandarina. Nos desayunamos, en dos
brutales versos, de tantas cosas que quedamos noqueados: por lo pronto, Amelia
no es una niña, sino una mujer adulta, y está casada. ¿Dónde está su marido? No
con ella, por cierto. Mientras la mujer está enferma, él está “entreteniendo” a
su propia suegra. La doña (pecando de optimismo) espera ligar algún castillito,
pero no: le dejan solamente lo que ya usufructua de antes: el dorima de la
hija.
Gran desilusión, supongo: la madre tenía, evidentemente,
muchas expectativas sobre el testamento de Amelia. Tanto como para apurar a su
hija a que lo redactara. Y más aún: tanto como para ser ella la causante de la enfermedad. En
diversas versiones del romance, Amelia se queja de que la “medicina” que la
madre le da desde hace tiempo es, en realidad, un veneno que la está matando.
En otra de las versiones se da una variante más rebuscada, pero verosímil: la
madre la envenenó mediante un ramo de claveles; el veneno entró a ella junto
con el aroma de las flores. Este modus operandi vuelve macabra y nada inocente
la mención de los “claveles mustios” del estribillo.
Una pinturita, la mami. Tiene motivo (quiere quedarse con la
plata y con el marido de la hija), oportunidad (está casi sola en la corte para
“cuidar” a la nena, ante la ausencia de Carlos y del finado rey) y medios (los
claveles asesinos o, en su defecto, los medicamentos adulterados). Elemental,
Watson.
Podríamos proponer que Amelia delira a causa de su
enfermedad, que ve complots donde no los hay y que acusa injustamente a la
madre. Si los deja tranquilos, piensen eso, pero yo le creo a Amelia: así
avanza la literatura. Además, una historia de delirios infundados no sobrevive
a setecientos años de hits.
Sexo semi-incestuoso, dramas familiares y crímenes
aberrantes: después dicen que lo medieval es aburrido.
El único link que encontré con este tema tiene un insufrible
popurrí de fotos de Serrat más o menos actuales. Si pueden, no lo vean:
escuchen nomás.
Voy a seguir escuchando este tema toda la semana, a ver si
descubro algo más. Si eso sucede, seguramente lo agregaré en un recuadrito a la
derecha.
Se despide con un suspiro, extenuado,
DJ Vago
L'Amèlia està
malalta,
la filla del bon
rei.
Comtes la van a
veure,
comtes i noble gent.
Ai, que el meu cor
se'm nua
com un pom de
clavells.
Filla, la meva
filla,
de quin mal us
queixeu?
El mal que jo tinc,
mare,
bé prou que me'l
sabeu.
Filla, la meva
filla,
d'això us
confessareu.
Quan sereu
confessada
el testament fareu.
Un castell deixo als
pobres
perquè resin a Déu.
Quatre al meu germà
en Carles.
dos a
I a vós, la meva
mare,
us deixo el marit
meu
perquè el tingueu en
cambra
com fa molt temps
que feu.
Ai, que el meu cor
se'm nua
com un pom de
clavells.
|
la hija del buen rey.
Condes van a verla,
condes y gente noble.
Ay, que el corazón se me mustia
como un ramillete de claveles.
Hija, mi hija,
¿de qué mal os quejáis?
El mal que yo tengo, madre,
harto bien lo conocéis.
Hija, mi hija,
de eso os confesaréis.
Cuando estés confesada,
el testamento haréis.
Un castillo dejo a los pobres
para que recen a Dios.
Cuatro a mi hermano Carlos,
dos a
Y a vos, madre mía,
os dejo a mi marido
para que lo tengáis en la alcoba
como hace tiempo que hacéis.
Ay, que el corazón se me mustia
como un ramillete de claveles.
|
Grande a más no poder, Serrat, no le da escozor tener esa S de Serrat y el puntito, Vago?
ResponderEliminarSutilmajestuosasuprosa...
ResponderEliminarNo se si se puede pero me podrian dar la letra de la canción mas larga o en las versiones mas detalladas
ResponderEliminarMe gusto mucho tu explicación es muy detallada,quisiera pedirte un favor, y si se podria muchas gracias.
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