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martes, 11 de febrero de 2020

[223] Rubias de París


Tangos con nombre de mujer francesa: “Griseta”, “Madame Ivonne”, “Manón”, “Claudinette”, “Arlette”, “Marión”, “Margo” y “Viviane de París”


Así como Gardel nos dio, antes de volar, grandes tangos (por ejemplo, los que comenté dos posteos atrás, “Volver” y “Volvió una noche”), nos regaló también un abominable (pero recordadísimo) foxtrot titulado “Rubias de New York”, que podría considerarse bisabuelo del reguetón y no tiene, en mi opinión, nada rescatable. Momento: me interrumpe mi hermana la tercera para decirme que sí, que tiene una cosa buena “Rubias de New York”: inspiró el título de Boquitas pintadas, una famosa novela de Puig.

La única novela de Puig que conozco es “¡Grande, Pa!”, pero ya dejé hace años de intentar discutirle nada a mi hermana la tercera, así que asiento en silencio y sigo.

En el foxtrot mencionado se detallan las cualidades de cuatro damiselas rubias neoyorquinas, descriptas como “frágiles muñecas del olvido y del placer” y pintadas, para sintetizar, como coperas alegres. O, si nos ponemos a escuchar a mi hermana, como sirenas (de mar, no de patrulla), en tanto producen en el varón que las ve y escucha, mientras se mueven al compás de la música, placer, atontamiento y olvido.

Pero esa canción, mala como es, no alcanzó (graciadió) para hacer escuela ni generar en la gran ciudad de Nueva York una meca o un mito. Sí lo hizo París, la Ciudad Luz, que venció ampliamente a la Gran Manzana como destino cultural y turístico de los tangueros argentinos entre 1920 y 1950 (para el tango, ese es más o menos el límite temporal: para los literatos e intelectuales en general el influjo y el encanto de París se extendió bastante más, hasta comienzos de los ochenta, e incluyó exilios políticos, no solo sentimentales).

Toda esta intro es para explicar que hoy, para contrarrestar y vencer a las rubias de New York, invocaré un ejército de tangos en cuyo título hay un nombre de mujer y esa mujer es francesa. Por orden de aparición, esta selección de rubias y alegres francesitas forma con “Griseta”, “Madame Ivonne”, “Manón”, “Claudinette”, “Arlette”, “Marión”, “Margo” y “Viviane de París”. Son ocho, como para hacer bullying con facilidad a las cuatro cabecitas perfumadas neoyorquinas.

Dejé afuera de esta monografía musical tangos no titulados con nombres de mujer (como “Anclao en París” o “Muñequita de París”), tangos que sí tienen nombre de mujer pero esa mujer no es declaradamente francesa (como “Ivón” o “Margot”), o son un homenaje a un personaje literario (como el tango “Margarita Gauthier”).

No son, estos ocho tangos, especialmente maravillosos, ni siquiera entre el acotado grupo de los tangos con nombre de mujer (en ese grupo, el más famoso, por afano, es “Malena”, y mis favoritos personales, “María” y “Gricel”). El más logrado de estos ocho probablemente sea “Madame Ivonne”, y es fácil ver que tuvo muchas más grabaciones y versiones que todos los demás juntos.

Lo interesante de todos estos tangos es que arman, entre todos, una misma historia. O, para ser más exactos: el primero de ellos, “Griseta”, creó un tópico y luego todos los demás se colgaron de ese tema original para agregar detalles, desviaciones, variaciones y comentarios.

También es interesante que estos tangos inauguran y profundizan una nueva vertiente tanguera, romántica y sentimental, opuesta a la hasta entonces veta principal, canyengue, “macha”, burlona y compadrita. Aquí los varones, bajo el influjo del recuerdo de esas rubias francesitas perdidas, lloran y añoran (justo lo opuesto a lo que producen las rubias de niu-iórk: risa y olvido).

La historia, en síntesis, viene así: años atrás (unos cuantos), el cantor, entonces un joven estudiante argentino, había viajado a París y conoció allí (más precisamente, en un cabaret o un café-concert en el barrio latino, el barrio de los bohemios y los estudiantes) a una jovencita (la que da título al tango). Ella era hermosa, una papusa que embrujaba a todos con la belleza de sus ojos (casi siempre) verdes, su alegría, su bondad, su bella voz y su capacidad para:
a) trasnochar;
b) acceder a propuestas amorosas de extranjeros a los que no entiende ni jota cuando hablan;
c) escuchar tangos (y que le gusten); y
d) tomar alcohol en grandes cantidades.

Ninguno de estos tangos, curiosamente, aclara el color de pelo de la chica, pero bueno, digamos que era rubia, la francesita prototípica, solo porque me ayuda al posteo.
Ellos se aman (o al menos, él la ama a ella), pero en un momento tienen que separarse. Los motivos de la separación son dos: o ella se muere de tuberculosis, o uno de los dos se toma el buque, metafórica o literalmente (o sea: ella desaparece entre la niebla o alguien se toma un barco para la Argentina). Cuando es ella la que viaja a la Argentina, lo hace acompañando al estudiante argento del que se enamoró, pero él, al llegar, la deja (por error, obviamente), y ella queda igual que antes (es decir, cantando y escabiando en un cabaret) pero en Lanús en lugar de en París, menos joven, menos alegre y más sola. Cuando el que viaja es él, no sabe nada más sobre ella, y se limita a preguntarse por dónde andará su poco de amor francés, mientras es él quien está menos joven, menos alegre y más solo.

Ya está: si leyeron el párrafo anterior, ya conocen la historia base de todos estos tangos. Igual, a continuación iré diciendo, a medida que los presento, alguna cosita en particular de cada uno, pero bien pueden terminar la lectura acá y limitarse a escuchar (los tangos que prefieran, o un cacho de cada uno, o ninguno, o como les parezca).
Empiezo, pues, el recorrido por este seleccionado de Les Boquíts Pinteés.

“Griseta” (1924). Música de Enrique Delfino, letra de José González Castillo

Este es el tango inaugural de este mar de francesitas añoradas. La palabra “griseta” viene de grisette, término con el que se designaba a las obreritas o costureritas francesas, que iban vestidas de gris de día pero de noche, aparentemente, eran bataclanas y facilongas (ya sabemos que las jóvenes costureras son propensas a dar “el mal paso”, acá y en París).

El autor de la letra, José González Castillo, se había leído todas las novelas románticas francesas (como lo hicieron también los italianos que componían óperas), en particular Escenas de la vida de bohemia, de Henri Murger; Histora del caballero Des Grieux y Manon Lescaut, del abate Prevost, y La dama de las camelias, de Alejandro Dumas hijo. En “Griseta”, la francesita ya no está más en París, sino que vino “al arrabal” (todo indica que acá en la Argentina), y aunque sigue soñando inútilmente con sus novelas y sus amores y su pasado de gloria parisino (como aquella otra papusa francesa, madame Bovary), lo único que logra traerse de Francia es la tuberculosis que la liquida impiadosamente, mientras se escucha, arrullo fúnebre, la voz de un bandoneón.

Este es el único tango del grupo en el que el cantor no declara estar (o haber estado) enamorado de la francesita.

Por Ignacio Corsini:

 Griseta
Mezcla rara de Museta y de Mimí
con caricias de Rodolfo y de Schaunard,
era la flor de París
que un sueño de novela trajo al arrabal...
Y en el loco divagar del cabaret,
al arrullo de algún tango compadrón,
alentaba una ilusión:
soñaba con Des Grieux,
quería ser Manón.

Francesita
que trajiste, pizpireta,
sentimental y coqueta
la poesía del quartier,
quién diría
que tu poema de griseta
solo una estrofa tendría:
la silenciosa agonía
de Margarita Gauthier.

Mas la fría sordidez del arrabal.
agostando la pureza de su fe,
sin hallar a su Duval,
secó su corazón lo mismo que un muguet.
Y una noche de champán y de cocó,
al arrullo funeral de un bandoneón,
pobrecita, se durmió,
lo mismo que Mimí,
lo mismo que Manón.


“Madame Ivonne” (1933). Música de Eduardo Pereyra, letra de Enrique Cadícamo

Como mencioné, este es el más famoso y quizá el mejor tango del grupo. Aquí se marca claramente la división entre el pasado de gloria fiestera en París (cuando era “mamuasel”) y el hoy de tristeza tanguera (cuando ya solo es “madame”). Quien la trajo de París fue “un argentino”, que “la hizo suspirar” “entre tango y mate” (ja, con esas armas de seducción debía ser además un Brad Pitt, el argentino, para tener tanto levante); pero ahora el argentino se tomó el buque y ya no está, Ivonne quedó sola, escabiando con champán. El cantor se conmueve por su tristeza de nieve y su estado lamentable, y aunque no lo dice, parece probable que él mismo (quien canta) sea el mismo argentino seductor que en el pasado (muchos años atrás) la trajo hasta el arrabal, como quien lleva un coronavirus a un crucero.

Por Julio Sosa:


Madame Ivonne
Mamuasel Ivonne era una pebeta
que en el barrio posta de viejo Montmartre,
con su pinta brava de alegre griseta
animó la fiesta de Les Quatre Arts.
Era la papusa del barrio latino
que supo a los puntos del verso inspirar...
Pero fue que un día llego un argentino
y a la francesita la hizo suspirar.

Madame Ivonne, la Cruz del Sur fue como el sino,
Madame Ivonne, fue como el sino de tu suerte.
Alondra gris, tu dolor me conmueve,
tu pena es de nieve, Madame Ivonne…

Han pasado diez años que zarpó de Francia,
Mamuasel Ivonne hoy solo es Madame…
La que va a ver que todo quedó en la distancia
con ojos muy tristes bebe su champán.
Ya no es la papusa del Barrio Latino,
ya no es la mistonga florcita de lis,
ya nada le queda, ni aquel argentino
que entre tango y mate la alzó de París.


“Manón” (1933). Música de Arturo De Bassi, letra de Antonio Podestá

Este tango es bastante malo. Aquí el cantor se siente morir, y mientras agoniza, recuerda a Manón, la francesita gaucha (no me pregunten qué significa “gaucha” aquí, porque prefiero ignorarlo) a quien amó en París pero de la que debió separarse, aunque no tiene idea de por qué la perdió (esta amnesia selectiva es común entre los tangueros: siempre añoran el pasado, pero nunca se acuerdan de las cagadas que hicieron).

Por Alberto Gómez:

Manón
Vida, vida vieja que cincha cansada
repitiendo tu nombre, Manón,
y se siente morir recostada
sobre los latidos de mi corazón.
Vida,
pobre vida que ya ni se mueve,
que ni sabe por qué se perdió,
heroína de un barrio con nieve,
francesita gaucha, mi linda Manón.
Rondo tu recuerdo,
persigo tu sombra;
mi pena te nombra,
con fervor, con gratitud,
y sufre complacida
porque es tuyo su pesar.
No sabe ni llorar...
Te nombra, nada más.
El nido era pobre,
un último suelo
un poco de cielo
de París, tu gran París...
La luna, entre los techos,
decoraba la ilusión...
Soñábamos allí...
Amábamos, Manón.

(Pero estaba escrita,
marcada a destino
sobre aquel cariño,
la palabra adiós).

Pena,
pena dulce que llevo escondida,
que me alumbra la vida, Manón.
Me la ha dado tu orgullo y la llevo
como una caricia sobre el corazón...
Vida,
pobre vida que ya ni se mueve,
que ni sabe por qué te perdió,
heroína de un barrio con nieve,
francesita gaucha, más gaucha que yo.


“Claudinette” (1942). Música de Enrique Delfino, letra de Julián Centeya

Pocas cosas sabemos de Claudinette. Es francesa, obvio, y no conversa mucho (al menos, no con el argentino que aquí le canta; quizá, muy probable, no se supieran mutuamente el idioma). Se dan de ella datos sueltos, que difícilmente alcanzarían para armar un identikit decente: ojos negros, baja de estatura, esmirriadita. Buena voz para cantar. La noche que él la perdió (a la salida de un café-concert) ella vestía blusa azul.
Él se lamenta por haberla perdido, pero la verdad, no parece haber hecho mucho para buscarla, que digamos. Le echa la culpa a la calle por esconderla (queda flotando la imagen de que la calle “la perdió”, lo que sería una forma sutil de insinuar que Claudinette se volvió una callejera, una perdida; pero nada lo confirma).
No por haberla perdido el cantor la perdona, pues la acusa de ser la culpable de que él no pudiera nunca más ser feliz. No queda claro por qué exactamente: si él hubiera estado taaaan enamorado y taaaan atormentado por el recuerdo de ella, pareciera que le hubiera debido poner un cacho más de onda a buscarla o peleársela a esa maldita calle de París. Pero ya sabemos que el tanguero, lo que tiene de sufriente, lo tiene de contradictorio, así que tampoco hay que pedirle perás (de París) al olmó.

Por Héctor Mauré:

Claudinette
Ausencia de tus manos en mis manos,
distancia de tu voz que ya no está...
Mi buena Claudinette de un sueño vano,
perdida ya de mí, ¿dónde andarás?

La calle dio el encuentro insospechado,
la calle fue después quien te llevó...
Tus grandes ojos negros, afiebrados,
llenaron de tiniebla mi pobre corazón.

Medianoche parisina,
en aquel café-concert,
como envuelta en la neblina
de una lluvia gris y fina
te vi desaparecer.
Me dejaste con la pena
de saber que te perdí,
mocosita dulce y buena
que me diste la condena
de no ser jamás feliz.

Mi sueño es un fracaso que te nombra
y espera tu presencia, corazón,
por el camino de la cita en sombra
en un país de luna y de farol.

Mi Claudinette pequeña y tan querida,
de blusa azul y la canción feliz,
definitivamente ya perdida,         
me la negó la calle, la calle de París.


“Arlette” (1944). Música de Antonio Bonavena, letra de Horacio Sanguinetti

A Arlette no la tragó la calle: murió de tuberculosis en plena juventud, como Margarita Gauthier (la heroína de La dama de las camelias, el mayor hit literario de Alejandro Dumas hijo) y como Griseta en el primer tango de esta serie. El cantor se lamenta de que París y sus alegres rincones ya no verán “los luceros” de los ojos verdes de esta papusa, y recuerda (él) todas las noches que, en el bar, la veía (a ella) escabiar (parece que chupaba como un cosaco, la francesita) y fumar sin parar (lo cual, sabemos, no es nada recomendable para quien padece una enfermedad pulmonar). Mientras recuerda, se lamenta (él) por no haberse atrevido nunca a confesarle (a ella) su gran amor.

Por Rodolfo Biagi:

Arlette
Ni los Campos Eliseos, ni el alegre boulevard,
no verán ya los luceros de tus ojos verdemar.
Hoy el viejo organillero, con dolor,
calla frente a tu ventana su canción
ya la Parca te dio cita...
y sé que no faltarás.
Linda y buena francesita,
vos, igual que Margarita,
llevabas en tu vida
signo fatal.

Arlette, no sé por qué tu nombre tiene para mí,
Arlette, la misteriosa poesía del sufrir.
Yo te he visto pensativa muchas noches
en la mesa del bar,
y tus ojos se perdían en distancias
que cruzaban el mar.

Arlette, yo nunca quise que supieras mi pasión.
Arlette, no sé por qué calló mi pobre corazón.
Arlette, mas hoy que sé tu triste fin
a tu recuerdo confiaré
mi gran amor.

Cuando nieve su tristeza
en el bar el acordeón,
te veré siempre en la mesa con tu copa de licor.
Y veré tus labios tristes aletear,
ya conocidos, de hablar solos y fumar.
Y la copa de mi vida
se llenará de dolor.
Recordando tu partida
y tu imagen tan querida
que tanto amó en silencio, mi corazón.


“Marión” (1943). Letra y música de Luis Rubinstein

Este es flojito flojito: el cantor recuerda a su amada Marión, a quien conoció, siendo jóvenes ambos, en París, y debió despedirse de ella una tarde de lluvia (onda Rick tomando el tren para separarse de Ilsa en Casablanca). El nombre de Marión le permite al cantor cerrar versos con un cúmulo de sustantivos terminados en “-ón”, y tampoco se priva de rimar “fragancia” con “distancia”, así que uno puede fácilmente intuir por qué Marión lo habrá dejado plantadet en París.

Por Roberto Rufino:

Marión
En la evocación vuelve a soñar mi corazón,
y el sueño eres tú, Marión...
Amor de mi juventud que no se olvida.
Amor, amor que llena de luz toda mi vida.
Sombras del ayer con su tristeza de canción
siempre me dirán: Marión...

Marión,
sé que a tu lado fui feliz
cuando te di mi corazón
en el viejo París.
Recuerdo la angustia del adiós
y el cielo llorando por los dos...
Oh, Marión,
amor lejano que dejé,
quiero que sepas, corazón,
que jamás te olvidé.

Sueño de París que se enredó con la emoción
de tu amor sin fin, Marión...
Hoy solo queda el albor de tu fragancia
y el perfumado rumor de la distancia.
Sombras del ayer con tono gris de evocación
siempre me dirán: Marión.


“Margo” (1945). Música de Armando Pontier, letra de Homero Expósito

No hay que confundir este tango con “Margot” (donde, curiosamente, la protagonista no es francesa, sino arrabalera de acá nomás). “Margo” es palabra grave, como “amargo”, y efectivamente esa es la única palabra con la que se atinó a rimar el nombre (no, perdón, también lo hace rimar con "largo"...). El autor de la letra es el gran Homero Expósito, pero esta debe ser probablemente de las peorcitas letras que hizo. La idea es que Margo, ya instalada en el arrabal amargo, llora amargamente recordando su viejo y alegre París; un viejo París feliz que, sin embargo, “se alimenta con el breve / fin brutal de la magnolia / entre la nieve”, lo que no queda del todo claro, pero al menos suena bien.

Por Roberto Goyeneche:

Margo
Margo ha vuelto a la ciudad
con el tango más amargo,
su cansancio fue tan largo
que el cansancio pudo más.
Varias noches el ayer
se hizo grillo hasta la aurora,
pero nunca como ahora
tanto y tanto hasta volver.
¿Qué pretende? ¿A dónde va
con el tango más amargo?
¡Si ha llorado tanto Margo
que dan ganas de llorar!

Ayer pensó que hoy, y hoy no es posible;
la vida puede más que la esperanza.
París era oscura y cantaba
su tango feliz,
sin pensar, pobrecita
que el viejo París
se alimenta con el breve
fin brutal de la magnolia
entre la nieve.
Después
otra vez Buenos Aires
y Margo otra vez
sin canción y sin fe.

Hoy me hablaron de rodar
y yo dije a las alturas:
Margo siempre fue más pura
que la luna sobre el mar.
Ella tuvo que llorar
sin un llanto lo que llora,
pero nunca como ahora
sin un llanto hasta sangrar.
Los amigos que no están
son el son del tango amargo...
¡Si ha llorado tanto Margo
que dan ganas de llorar!


“Viviane de París” (1946). Música de Carlos Viván, letra de Horacio Sanguinetti

Y el recorrido cierra con este discreto y romántico tango en el que Vivián, bella francesa de ojos verdes, enamoraba a todos en “la callecita del viejo París”, incluidos pintores y poetas, pero ella misma se enamoró del argentino tanguero, y ambos “juran su amor” cuando entran a Notre Dame (antes del incendio del techo, por suerte). Hoy ella no está (no queda claro si lo dejó, se perdió o murió de tuberculosis), y él llora como un chancho mientras la recuerda y le dice que en los ojos de ella se quedó anclado el amor de él, y que esos ojos verdes, “murmullos de mar / rondan la costa de mi soledad” (me gusta mucho esa imagen, me parece que salva al tango y es un buen cierre para este posteo).

Por Ricardo Videla:                                 

Viviane de París
Tus ojos verdes hicieron feliz
la callecita del viejo París.
Y cien pintores buscaron tus ojos
y cien poetas rimaron tu amor.
Tus ojos verdes, murmullos del mar,
rondan la costa de mi soledad.

Viviane, en tus ojos verdes,
Viviane, se quedó mi amor.
Pensar que este amor juramos
la tarde que entramos
allá en Notre Dame...
Viviane, hoy te extraño tanto,
que en mi quebranto
solo sé llorar.

Tus ojos verdes, mi vieja ilusión,
los llevo dentro de mi corazón.
Encadenados igual que esmeraldas
en un engarce de penas y amor.
Tus ojos verdes, murmullo del mar,
rondan la costa de mi soledad.


Y así termino esta increíblemente extensa nota, que ahora quizá no aprecien pero añorarán cuando la pierdan.

Hasta la próxima, cabecitas adoradas que vierten amor.

DJ Vagót


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