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martes, 18 de junio de 2013

[34] Sufrimiento, con “s” de “sono il vero pagliaccio trístono”


“Vesti la giubba”, de la ópera Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo (1892)



Llegando a la penúltima entrega de la serie dedicada a Varones Conflictuados, aquí va la famosa aria “Ponete el disfraz”, de Leoncavallo, en su ópera Payasos.

Como aclaré alguna vez, no me gusta la ópera. Y menos que menos, la ópera italiana. Pero ayer, después de mirar en la tele un capítulo de “En terapia”, me puse a pensar en por qué me pasa esto, y llegué a la conclusión de que quizás es un rechazo mental hacia mi propia herencia italiana. Porque si bien los Vagot somos de línea catalana, y por parte de mi madre Condescendencia Iturraspe puedo, como cualquier vasco que se precie, machacar clavos con la frente, resulta que tengo una abuela italiana, la madre de mi madre, Annunziata Dalla Lontananza, con quien nunca me llevé muy bien que digamos. Tal vez, por su costumbre de relacionar, desde que yo tenía seis años, cada cosa que yo decía o hacía con dichos y acciones equivalentes de su marido muerto, mi abuelo Etitor Iturraspe, que como pueda descanse.

Cuando nos visitaba la abuela Nunzia (como nos obligaba ella a llamarla) y yo volcaba el agua de mi vaso, durante el almuerzo, ella me miraba con reprobación, y murmuraba fuerte y claro, cual maldición milenaria: “¡Mani di burra, ecuale quil buonpurniente dell mío Etítore!”. Si venía una compañera de la escuela para estudiar o jugar conmigo, ella comentaba: “¡Questo bambino, sempre acherquiato di giovanotte, talmente quil mío Etítore, stronzo!”. Si me ponía a mirar la tele: “¡Giammai un libro, tu, vero nipote dei mío Etítore, minchione stolto!”. Y así. Y para peor, nos obligaba a escuchar a mis hermanas más chicas y a mí, en el tocadiscos que llevaba siempre consigo, larguísimas óperas italianas, que ella cantaba encima, desafinadamente y casi a los gritos, de forma que al terminar uno no sabía, en realidad, cómo es que sonaba en realidad la música.

Salvo esas cositas, la abuela era un sol. Con su hija (es decir, mi madre) no se llevaba muy bien, así que sus visitas no eran muy frecuentes. Pero a mi padre José, en cambio, ella lo adoró siempre, así que, aunque no venía muy seguido, siempre volvía a visitarnos, armada con su temido arsenal de frases extrañas y discos de ópera.

Ahora la sigo viendo, a la abuela, dos o tres veces por año, y sigue siempre con sus frasesitas. Siempre se la agarra conmigo, nunca con mis hermanas. No sé si es que me parezco de verdad al abuelo, o alcanza con que sea varón nomás, para acicatear sus ansias comparativas.

Pero bueno, basta de mí, por ahora: dejo de lado mi resentimiento hacia mi herencia itálica, asumo mi cuarto italiano y presento, casi como propia y dedicada a mi abuelita, esta aria de Leoncavallo, muestra de melodrama, sufrimiento, risas que se vuelven llanto y lágrimas que mutan en una mueca de carcajadas espasmódicas, que más que hacer reír asustan, como los payasos a los niños pequeños.

Al final del primer acto, el payasito Canio, que descubrió que su esposa le puso los cornicellis, se dice a sí mismo “show must go on”, se viste y se prepara para hacer reír a los demás, en una función que será, con toda probabilidad, más deprimente que divertida.


Canio, atormentado, se acusa a sí mismo de no ser un hombre, sino tan solo un payaso. Y que, como tal, debe actuar, debe hacer reír a los demás, a pesar de que él mismo no tenga ningún motivo de risa. “La gente paga”, dice, en una versión más cruda del axioma “el cliente tiene siempre la razón”. Este prostituto de las risas, entonces, se empolva el rostro y se obliga a ir a trabajar, lo que en su caso significa hacer reír y reírse él mismo: “Reíte, payaso”, se dice, “del dolor que te envenena el corazón”, y se agarra la cara con las dos manos, como el personaje de Munch, en un anticipo de un género pictórico que haría furor en todo el siglo posterior: los nefastos cuadros de payasos tristes que adornaban comedores familiares y salas de espera, sembrando el terror y/o la incomodidad en generaciones enteras de seres humanos y, también, de niños.



Tengo una amiga que siempre habla con refranes, pero nunca los termina: “Al que le quepa el sayo…”; “La mona, vestida de seda…”, “El hábito hace…”. Entre todos esos refranes a medio decir sobre las ropas, bien podríamos agregar este “Ponete el disfraz…”, y que cada varón conflictuado completara, para sus adentros:
“… y reíte, payasín”, o
“… y sufrí como un condenado”, o
“… y aguantá hasta donde puedas”, o
“… y tomátelo con soda”,
según la personalidad y las posibilidades de cada uno.

Elegí la versión de Luciano Pavarotti, que fue una gran voz desde antes de pasarse de rosca con la bagna cauda. Y también, para los que comparten con mi abuela las ansias comparativas, agrego un par de versiones más.

Sé que no dije gran cosa de la música en sí, pero es que me cansé. Me canso fácil, no sé si lo habré heredado de mi abuelo materno, eso también.


Vesti la giubba
Ponete el traje
Recitar! Mentre preso dal delirio,
non so più quel che dico,
e quel che faccio!
Eppur è d'uopo, sforzati!
Bah! sei tu forse un uom?
Tu se' Pagliaccio!
Vesti la giubba,
e la faccia infarina.
La gente paga, e rider vuole qua.
E se Arlecchin t'invola Colombina,
ridi, Pagliaccio, e ognun applaudirà!
Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto
in una smorfia il singhiozzo e 'l dolor, Ah!
Ridi, Pagliaccio,
sul tuo amore infranto!
Ridi del duol, che t'avvelena il cor!
¡Actuar! ¡Mientras preso del delirio,
no sé ya lo que digo
ni lo que hago!
Y sin embargo, es necesario... ¡esfuérzate!
¡Bah! ¿Acaso eres tú un hombre?
¡Eres payaso!
Ponete el traje
y empólvate el rostro.
La gente paga y aquí quiere reír,
y si Arlequín te roba a Colombina,
¡ríe, Payaso, y todos te aplaudirán!
Transforma en bromas la congoja y el llanto;
en una mueca, los sollozos y el dolor. ¡Ah!
¡Ríe, payaso,
sobre tu amor despedazado!
¡Ríe del dolor que te envenena el corazón!

La versión de Plácido Domingo:


Y la de Mario Lanza:



Sin otro particolare, saluta a voi,



DJ Vaguelli

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